En algún momento, todos nos sentimos como pecadores, espiritualmente repugnantes. Ninguno de nosotros consideramos que nos merecemos el amor del Señor. Y si andamos por vista en vez de por fe, si nos guiamos por cómo nos sentimos en vez de confiar en la Palabra de Dios, es natural que no comprendamos cómo nos puede amar el Señor o cómo puede querernos.
Es innegable que todos somos pecadores, que estamos sucios. Sin embargo, cuando Dios nos mira, no ve nuestros pecados. Él es perfecto y no tolera el pecado, pero cuando nos mira, Él ve a Jesús. «Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Con Cristo estamos juntamente crucificados, y ya no vivimos nosotros, mas vive Cristo en nosotros»[1]. Jesús es nuestro mediador. Quien nos lleva a Dios es Jesús. Nosotros somos demasiado imperfectos, demasiado malos, demasiado pecadores, de eso no hay duda, ¡pero para Jesús nunca podemos ser demasiado pecadores!
Jesús pagó el precio; cargó con toda nuestra inmundicia, imperfecciones y pecados. A los ojos de Dios, todos somos impuros. Por lo que respecta a nuestra salvación, da igual que seamos más pecadores o menos pecadores que algún otro. A los que hemos sido salvados por la sangre de Jesús, Dios nos ha perdonado —tanto los pecados pasados como los presentes y los futuros— y no ve otra cosa que la justicia de Jesús.
Al Señor le da igual el grado de pecado; todos hemos pecado y estamos destituidos de la gloria de Dios. Y si la salvación y las bendiciones de Dios dependieran de nuestra justicia personal, ninguno de nosotros las alcanzaría[2]. Pero gracias a Jesús, no tenemos que preocuparnos por nuestros pecados ni pensar que nos apartan de Dios. No nos apartan, porque Jesús pagó el precio de nuestros pecados y ya no nos separan de Dios. A nuestra justicia la llega a considerar «trapos de inmundicia»[3]. El único bueno, limpio y perfecto es Jesús, y nosotros estamos inseparablemente unidos a Él y somos uno en Él, de modo que Dios no ve sino a Jesús, y le da igual que seamos más o menos pecadores comparados con otras personas. Todos somos hijos Suyos y Él nos ama a todos.
Una vez que el Señor nos ha limpiado el corazón y que Jesús vive en nuestro interior, da igual lo malos que hayamos sido o lo oscuros que sean nuestros pecados. El Señor nos acepta como somos. A veces pensamos que debemos intentar ser lo suficientemente buenos para Él o ganarnos Su amor, o tratar de ser mártires para demostrar lo mucho que lo amamos, lo que solo conduce a la condenación porque nuestras obras no son suficientes.
Si te preocupas al pensar en estar cerca de Jesús, ¿sabes a qué clase de personas dice el Señor que está cercano? La Palabra de Dios dice «Cercano está el Señor a los quebrantados de corazón»[4]. Así pues, cuanto mayor sea el afán con que acudas al Señor, cuanto más grande sea el quebrantamiento por el que pases, más cerca estará Él de ti.
Muchas veces, cuando estamos quebrantadísimos, cuando no nos sentimos nada seguros de nosotros mismos, es cuando más cerca sentimos la presencia del Señor. En esos momentos sentimos Su presencia porque nos aferramos a Él con toda el alma.
Cuando tenemos los ojos puestos únicamente en Él, lo vemos un poco mejor y hasta sentimos Su presencia un poco mejor. Cuando te sientes así, que sabes que te has equivocado y lo lamentas, el Señor está más cercano a ti que nunca. Es decir, que cuando has hecho mal, te sientes como una persona inmunda y te parece como si tuvieras fango por todo el cuerpo, Él está más cercano a ti que nunca, no más alejado. Aunque no te lo parezca, lo sabes por fe, porque Él lo dijo. Y si sabes por fe que está cercano cuando te has portado mal, cuando estás quebrantado y te sientes arrepentido, sabes que no es porque te lo hayas ganado de alguna manera.
Sabes que te ama a pesar de lo mucho que hayas pecado. Se compadece y apiada de ti. Nos amó tanto y dio la vida por nosotros porque somos pecadores[5], y cuanto más débiles estamos y más le necesitamos, más se acerca a nosotros y más intenta ayudarnos. «Como el padre se compadece de los hijos, se compadece el Señor de los que le temen. Porque Él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo»[6].
Es posible que te preguntes: «¿Y por qué va a querer estar cerca de mí?» No sé por qué va a querer estar cercano a ninguno de nosotros. Pero el caso es que quiere estarlo, y lo ha dicho cantidad de veces en Su Palabra. Solo hay que creer Su Palabra. «La fe es por el oír y el oír por la Palabra de Dios»[7].
¿Por qué iba a querer el Señor estar cerca de ninguno de nosotros? Todos entramos en la misma clasificación de pecadores. A los ojos del Señor, todos estamos en la misma situación. El Señor lo sabe y a pesar de todo nos ama y quiere estar cerca de nosotros, porque Jesús vino a salvarnos, y ése es el plan de Dios. Nos ama. No hace falta que sepamos exactamente la razón. Reconozco que es difícil entender por qué va a querer a cualquiera de nosotros, pero el caso es que nos quiere, y eso es lo que dice en Su Palabra y lo que tenemos que creer. No tenemos que averiguar todas las razones ni analizar por qué las cosas son como son.
No hace falta que te preocupes pensando por qué no has tenido fe; lo pasado, pasado está y se acabó. Lo importante es que ahora empieces a hacer lo que tienes que hacer. ¿Qué te importa el pasado? Lo pasado pasó a la historia. Agua pasada no mueve molino, y no hay razón para que te condenes. El Señor no te condena; lo único que quiere es que te des media vuelta y a partir de ahora te enmiendes.
Solo quiere que creas que Él te ama, y quiere que leas Su Palabra, la creas, la recibas y le permitas que te transforme. Eso te hace ver lo especial que eres para Él.
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Notas al pie
[1] Colosenses 3:3; Gálatas 2:20.
[2] Romanos 3:23.
[3] Isaías 64:6.
[4] Salmo 34:18.
[5] Romanos 5:8.
[6] Salmo 103:13–14.
[7] Romanos 10:17.