Jesús comienza el Sermón del Monte con las Bienaventuranzas, que ofrecen una visión general de cómo deben vivir su fe los seguidores de Sus enseñanzas. En el resto del sermón entra en mayores detalles y presenta otros principios que amplían los expuestos en las Bienaventuranzas.
Uno de esos principios aparece justo a continuación de las Bienaventuranzas. Es el siguiente:
«Ustedes son la sal de este mundo. Pero si la sal pierde su sabor, ¿cómo seguirá salando? Ya no sirve más que para arrojarla fuera y que la gente la pisotee. Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad situada en lo alto de una montaña no puede ocultarse. Tampoco se enciende una lámpara de aceite y se tapa con una vasija. Al contrario, se pone en el candelero, de manera que alumbre a todos los que están en la casa. Pues así debe alumbrar la luz de ustedes delante de los demás, para que viendo el bien que hacen alaben a su Padre celestial»1.
En la Antigüedad, la sal era mucho más importante que hoy. La ley mosaica exigía que los sacrificios realizados en el templo contuvieran sal, y los soldados romanos recibían una porción de su sueldo en sal. Una pizca de sal que se agregue a la comida condimenta todo el plato y le da mucho mejor sabor. Los auténticos seguidores de Jesús irradian los atributos mencionados en las Bienaventuranzas y a lo largo del Sermón del Monte, con lo que ejercen una influencia positiva en sus congéneres. En ese sentido son como sal, ya que dan sabor a todos los que están a su alrededor.
Desde tiempos remotos la sal se empleó para conservar la comida —más que nada el pescado y la carne— y evitar que se pudriera y descompusiera. En el mundo, los creyentes pueden y deben influir en las personas y en la sociedad de manera que se preserven los buenos y sanos valores y se contrarreste lo que según las Escrituras es pernicioso. Los cristianos tenemos la misión de ser una fuerza espiritual y moral positiva en este mundo, viviendo las enseñanzas de Jesús, esforzándonos por emularlo y dando a conocer la buena nueva de la salvación.
Hoy en día sabemos que la sal pura (cloruro sódico) no pierde su sabor. Sin embargo, por lo general en tiempos de Jesús la sal no era pura, toda vez que no había refinerías. En Palestina la sal solía proceder del mar Muerto y era más pulverulenta que la de hoy en día. Además contenía otros minerales. Por ser la sal la parte más soluble de la mezcla, se corría el peligro de que el agua se llevara la sal, dado que el cloruro de sodio es hidrosoluble. De modo que si estaba expuesta a condensación o a la lluvia, podía disolverse y perderse. Cuando eso sucedía, aunque el polvo blanco que quedaba seguía pareciendo sal, ni sabía a sal ni tenía sus propiedades conservantes. No servía para nada. Al igual que la sal sosa, los discípulos que no están auténticamente comprometidos para actuar como discípulos se vuelven ineficaces.
A continuación Jesús utiliza otra metáfora para señalar que los discípulos deben iluminar el mundo que los rodea, y que si no ponen de manifiesto las obras del Padre son como luces que no se ven. El mundo necesita la luz de Jesús, y los discípulos deben ser visibles, como una ciudad asentada sobre un monte, que de día se ve claramente de lejos y de noche también gracias a sus luces.
Jesús habla también de las lámparas que se usan dentro de una casa. La típica casa campesina de Israel contaba con un único cuarto, con lo que una sola lámpara la iluminaba toda. En tiempos de Jesús, las lámparas domésticas consistían en un cuenco de aceite, no muy hondo, con una mecha. Normalmente estaban fijas y se colocaban en un candelero. Jesús señala que la lámpara se pone en el candelero para que ilumine toda la casa; no se tapa con una vasija, pues no se alcanzaría a ver la luz. Tal vasija —palabra que en algunas versiones de la Biblia se traduce como cajón— era un recipiente que se empleaba para medir grano y tenía unos nueve litros de capacidad. Se hacía de barro o de juncos. Al colocar un recipiente de ese tipo sobre una lámpara, se ocultaría totalmente la luz y terminaría apagándose.
Para que una lámpara cumpla su propósito, que es alumbrar, tiene que estar visible; por consiguiente, tapar la luz sería absurdo, contrario a la razón de ser de la lámpara. Asimismo, para ser cristianos eficaces debemos vivir de tal manera que otros noten que somos cristianos y sepan cómo es una persona que se rige por las enseñanzas de Jesús. Así como una ciudad ubicada sobre un monte se distingue claramente y una lámpara ilumina toda la casa, también nosotros debemos ser luz de Dios para las personas con las que nos relacionemos.
Más adelante en el Sermón del Monte Jesús enseña a Sus discípulos que no deben dejar que otros vean las buenas obras que hagan, lo cual a primera vista parece contradecir lo que se indica aquí: «Así debe alumbrar la luz de ustedes delante de los demás, para que viendo el bien que hacen alaben a su Padre celestial».
En el ejercicio de nuestra fe debemos esforzarnos al máximo por reflejar a Dios: actuando con amor, misericordia y compasión, ayudando al prójimo, practicando la generosidad, etc. No obstante, nuestra meta debe ser hacer todo eso para la gloria de Dios, no la nuestra. Nuestra motivación para ayudar a nuestros semejantes, para traducir en acciones las enseñanzas de Jesús, debe ser nuestro compromiso de amar a Dios y amar al prójimo como a nosotros mismos. Eso forma parte de nuestra identidad como cristianos, ya que nuestra finalidad es vivir de una manera que glorifique a Dios. Habiendo pasado a ser parte de la familia de Dios, reflejamos Sus atributos, por cuanto Él es nuestro Padre.
Ser seguidores de Jesús y de Sus enseñanzas significa ser distintos. Como dijo Jesús: «No son del mundo, sino que Yo los escogí de entre el mundo»2. El apóstol Pablo lo expresó de la siguiente manera: «Antes ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor; anden como hijos de luz. Porque el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad»3.
Los discípulos de Jesús somos la luz del mundo. Como una ciudad asentada sobre un monte que no se puede esconder, como una lámpara que alumbra a todos los que están en la casa, hemos sido llamados a dejar brillar la luz que llevamos dentro, de manera que otros la vean y glorifiquen a Dios. Los cristianos debemos reflejar en el mundo la luz de Dios, a fin de iluminar la senda que conduce hacia Él. Es parte integral de la función que debemos desempeñar.
La vocación de los cristianos es ser la sal de la tierra y la luz del mundo. Para ser eficaces y fieles a nuestro llamado, debemos seguir siendo salados, y no permitir que nada tape nuestra luz; de lo contrario nos tornamos ineficaces, como sal que ha perdido su sabor, como luz que no beneficia a nadie. Nuestro compromiso como seguidores de Jesús debe ser vivir Sus enseñanzas de tal manera que la luz que llevamos dentro alumbre a los demás, para que vean nuestras buenas obras, nuestros actos de amor, observen cómo nos conducimos en el amor de Dios, presten atención y distingan en nosotros el reflejo de Dios. Nuestra esperanza es que, queriendo saber lo que nos transformó en lo que somos, nos den oportunidad de hablarles del amor que siente Dios por ellos, y terminen estableciendo una relación con Él y glorificándolo aún más.
Seamos todos verdaderamente la sal de la tierra y la luz del mundo.
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