«La fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios» (Romanos 10:17). La fe incluso puede nacer en alguien luego de oír tus palabras o tu testimonio, por ejemplo en un amigo, un familiar o una persona interesada que reciba una carta tuya que contenga Palabras de Dios.
Me viene a la memoria la historia de un chiquillo lisiado del que me hablaron cuando era joven. Se llamaba Tommy. Vivía muy humildemente con una tía suya en un pequeño apartamento del tercer piso de un edificio viejo y ruinoso que daba a una calle bastante transitada. El chico tenía sus facultades físicas tan disminuidas que no podía levantarse de la cama.
Un día le pidió a un vendedor de periódicos amigo suyo que le trajera el libro que hablaba de un hombre que fue por todas partes haciendo el bien. El otro chiquillo buscó y rebuscó aquel libro sin título hasta que un librero finalmente cayó en la cuenta de que debía de referirse a la Biblia y la vida de Jesús. El vendedor de diarios juntó sus escasos ahorros, y el comprensivo librero le entregó un ejemplar del Nuevo Testamento. Enseguida el muchacho se lo llevó a Tommy.
Los dos niños comenzaron a leerlo juntos, y al cabo de un tiempo Tommy entendió el mensaje de salvación que contenía. Aceptó a Jesús como Salvador y resolvió dedicarse él también a hacer el bien, como aquel hombre extraordinario del que trataba el libro. Pero Tommy era inválido; ni siquiera estaba en condiciones de salir de aquel estrecho apartamento. Entonces oró y le pidió a Jesús que lo ayudara, y le vino una idea providencial.
Laboriosamente se dedicó a copiar en papelitos algunos versos de la Biblia que pudieran ayudar a otras personas. Luego los arrojaba por la ventana para que cayeran en la acera de aquella céntrica calle. Los transeúntes los veían caer revoloteando, y la curiosidad los llevaba a recogerlos para averiguar de qué trataban. Al leerlos descubrían que hablaban del hombre que fue por todas partes haciendo el bien: Jesucristo. Muchos cobraban ánimo, o hallaban consuelo y orientación, y algunos hasta descubrían la salvación gracias a la sencilla obra misionera de aquel pequeño lector de la Biblia.
Cierto día un acaudalado empresario llegó a conocer a Jesús al leer uno de aquellos versículos. Deseoso de averiguar su procedencia, retornó al lugar donde había hallado el papelito que lo había conducido al Señor. De pronto notó que otro papelito caía a la acera, y observó a una agobiada anciana que se agachaba con dificultad para recogerlo. Enseguida que lo leyó se le iluminó el rostro, y siguió adelante con renovadas fuerzas.
El empresario se quedó parado en aquel lugar con la mirada fija hacia arriba, resuelto a determinar el origen de aquellos papelitos. Tuvo que esperar bastante rato, pues al pobre Tommy le tomaba varios minutos garabatear a duras penas un verso en un papelito. De repente clavó la vista en una ventanita por la que vio extenderse una escuálida mano que arrojaba un papelito igual al que había transformado por completo su vida. Tomó nota de la ubicación exacta de la ventana, subió presuroso las escaleras del ruinoso edificio y finalmente encontró la humilde morada de Tommy.
No tardó en entablar amistad con el muchacho, y le proporcionó toda la ayuda y atención médica que pudo. Un día le preguntó si le gustaría irse a vivir con él a su mansión, ubicada en las afueras de la ciudad.
La respuesta de Tommy le causó asombro:
—Tendré que consultarlo con mi Amigo —dijo, refiriéndose a Jesús.
Al día siguiente, el empresario regresó con gran expectación por saber la respuesta de Tommy. Le resultó extraño que el chiquillo le hiciera más preguntas:
—¿Dónde dijo usted que quedaba su casa?
—Ah —contestó el empresario—, en el campo, en una hermosa finca bastante extensa. Tendrás un cuarto muy bonito para ti solo, sirvientes que te cuiden, comidas deliciosas, una buena cama, todas las comodidades y atenciones habidas y por haber, y cualquier cosa que quieras. Mi esposa y yo te prodigaremos todo nuestro cariño y te cuidaremos como si fueras hijo nuestro.
Titubeando, Tommy preguntó:
—¿Pasará alguien por delante de mi ventana?
Sorprendido, el empresario respondió:
—Pues... no. De vez cuando algún sirviente. Tal vez el jardinero. Es que no entiendes, Tommy. Se trata de una magnífica casa de campo, lejos del tumulto de la ciudad. Allí gozarás de tranquilidad y podrás leer, descansar y hacer todo lo que desees, lejos de toda esta mugre y contaminación, del ruido y de las aglomeraciones de gente.
Al cabo de un largo silencio, un viso de tristeza se dejó ver en el rostro de Tommy, pues no quería ofender a su amigo. Al fin, con los ojos llenos de lágrimas, dijo en voz baja, pero con firmeza:
—Lo siento, pero nunca podría vivir en un sitio donde nadie pase por delante de mi ventana.
El muchacho de este relato era tan sencillo y tan desvalido que fácilmente habríamos podido suponer que era incapaz de desempeñar un apostolado. Pero movido por el amor descubrió un medio de ayudar.
Todos los días pasa alguien por delante de la ventana de tu vida. ¿Ha hallado tu amor alguna forma de ayudarlo? ¿Te ha indicado Jesús cómo puedes prestarle asistencia? Él lo hará si lo deseas, sean cuales sean las circunstancias en que te encuentres o las limitaciones a las que estés sujeto.
Dios también tiene ventanas, y ha prometido que si le obedecemos y abrimos a los demás la ventana de nuestra vida, Él «abrirá las ventanas de los Cielos y derramará sobre nosotros bendición hasta que sobreabunde» (Malaquías 3:10).