Todos los que hemos respondido al llamamiento de Cristo de seguirlo y llevar Su luz al prójimo libramos una guerra cósmica para que la humanidad se libre de la miseria, de la dominación, del dolor, del mal y del miedo.
Los hombres no pueden ser felices cuando padecen hambre, viven bajo el yugo de la opresión, la tiranía y la explotación, o son víctimas de la desnutrición, la falta de salud, las enfermedades y el exceso de trabajo. No pueden conocer la alegría cuando soportan las penalidades que ocasionan interminables guerras y conflictos, y enfrentan la pesadilla de una espantosa inseguridad.
Sostenemos que la causa de todos esos males es la falta de amor de los hombres para con Dios y con el prójimo, y su insistencia en contravenir las leyes divinas de amor, fe, paz y armonía con el Creador, con la creación y con sus semejantes. Esas leyes constituyen el fundamento de nuestra fe y de la de todos los que creen profundamente en Dios y en Su amor.
La nuestra no es una guerra de armas y ejércitos que combaten físicamente. No es una contienda en el plano material, en la que se enfrenten hombres, naciones o grupos étnicos. No es una guerra entre ricos y pobres ni entre socialistas y capitalistas. No se trata de un conflicto entre sistemas políticos o económicos, entre sociedades o culturas, o entre confesiones religiosas. No nos referimos a una conflagración motivada por el rencor y el odio, la saña y la venganza, que conducen a matanzas y a salvajismo, torturas, sufrimiento y muerte. No se trata de sojuzgar a un pueblo, ni de conquistar territorios, ni de adquirir bienes materiales o satisfacer la vanagloria del hombre.
Tales guerras carnales raramente han contribuido a superar conflictos o a resolver los problemas fundamentales que aquejan a la humanidad. Por lo general, solo han dado lugar a más sufrimiento, angustia, dolor, hambre, esclavitud, resentimiento y revanchas. El resultado de la inmensa mayoría de las mezquinas y execrables guerras que desatan los hombres no es más que un simple relevo del tirano de turno en el que se invierten los papeles entre opresores y oprimidos, un interminable círculo vicioso de males que enriquece aún más a un sector cada vez más reducido de privilegiados, y a la vez engrosa las filas de los pobres. Y tanto unos como otros son desgraciados e infelices con la vida que llevan, asediada por el espectro del miedo y la muerte.
La nuestra es una guerra que se libra en el plano espiritual, por medio de la fe y el amor, y tiene por objetivo conquistar el corazón y el espíritu de los hombres, influir en sus ideas y salvar tanto su alma como su cuerpo. Combatimos por liberarlos de la maldad que se adueña de su espíritu, de su corazón y de su mente. Nos referimos a un conflicto universal en el que las fuerzas celestiales defensoras del bien se oponen a las fuerzas espirituales del Infierno, que luchan por nuestro cuerpo y nuestra alma, tanto en el plano terrenal como en la dimensión espiritual.
Por tanto, es menester que, además de defender nuestros derechos humanos, libremos esta guerra espiritual con la fe, el amor y la piedad, acompañadas de palabras y actos de bondad. Para liberar a los hombres del temor es necesario infundirles fe; para librarlos del odio hay que manifestarles amor; para aliviar su angustia es preciso brindarles alegría; para librarlos de la guerra debemos forjar la paz; para sacarlos de la miseria hay que satisfacer plenamente sus necesidades; para salvarlos de la muerte tenemos que indicarles el camino que conduce a la vida eterna.
La espada vence, la palabra convence. Nuestra guerra se libra con palabras e ideas capaces de encender en los hombres la llama de la fe y la esperanza. Aspiramos a colmarlos de alegría, de paz y de amor, a fin de que su espíritu sea libre. Asimismo, nos proponemos liberarlos del dolor físico con actos de amor y de bondad. Es vital que inspiremos a los hombres a creer en Dios y en Su amor, y que Él ha concebido un plan para llevar al hombre hacia un futuro glorioso, cuando se instaure el Reino de Dios en la Tierra, en el que gobernarán los justos y ya no habrá pesar, ni llanto, ni dolor, ni muerte. Todo será luz y vida, y habrá paz, felicidad y abundancia para todos. (V. Apocalipsis 21:1-4)
Es necesario enseñar a la gente la amorosas y vivificante Palabra que Dios mismo nos legó en Su libro sagrado, la Biblia, a fin de que la humanidad alcance la vida, la dicha y el amor eternos que Dios ofrece. Imperios poderosos construidos a punta de espada desaparecieron con el mismo ímpetu con que aparecieron. En cambio, las divinas Palabras de Dios de vida y amor permanecen para siempre y no han dejado de ser fuente de gozo, paz, amor, vida y esperanza para miles de millones de personas generación tras generación. Grandes conquistadores como Alejandro Magno, César, Gengis Kan, Napoleón y Hitler han quedado relegados al pasado. Sin embargo, las ideas, la fe y la Palabra de Dios son imperecederas.
Trascienden las fronteras. Se extienden por todas las naciones, razas e imperios. No conocen límites de tiempo ni de espacio. No han podido ser reprimidas por personas, por guerras ni por el poder de las armas. Engloban a la humanidad entera, y unen los pensamientos, el corazón y el espíritu de los hombres en la fe y el amor a Dios y al prójimo, para bien de todos. Los seguidores de Dios desde el principio del mundo se cuentan por miles de millones, y a diferencia de los efímeros imperios terrenales, que subyugan por la espada, el Reino eterno de Dios conquista los espíritus inmortales de los hombres.
No es posible cambiar el mundo de los hombres sin cambiar su manera de pensar. Para eso es imperativo transformar su corazón, lo cual sólo es viable mediante la inspiración del Espíritu de Dios, que no sólo salva el cuerpo, sino también el alma.
Debemos empeñarnos en la salvación integral de los hombres, no solamente de su cuerpo y de su medio ambiente. Nunca podrán ser felices teniendo el corazón amargado, los pensamientos turbados, el espíritu abatido y el alma desprovista de salvación. Tenemos que consagrarnos a la tarea de salvar a los hombres en su totalidad, no en forma parcial. Es necesario bregar por la salvación de la humanidad entera, no sólo de una parte de ella. Esa salvación debe ser eterna y no circunscribirse a la existencia actual. Sólo el poder, la vida, la luz, el amor y la Palabras de Dios pueden lograr ese objetivo.
Debemos valernos de cuanto medio haya disponible en el mundo para comunicar Su Palabra a toda persona. Debemos hacer llegar a los ojos y pensamientos de todos los hombres en todo lugar los preceptos de Dios, Su esperanza, fe y amor, y los designios que ha determinado para Sus criaturas, a fin de que se transformen todos los corazones, se eleven todos los espíritus y se salven todas las almas, así como los cuerpos que las componen, para que convivan en unidad y armonía para siempre.
Es imprescindible que tengamos por objetivo la salvación universal de la humanidad, no sólo la de nuestra nación. No podemos limitarnos a resolver las nimias cuestiones temporales, los afanes de esta vida, las dificultades de nuestro ámbito o los conflictos de un determinado pueblo, nación, raza, cultura, religión, ideología, filosofía política o sistema económico. Para que todos los hombres alcancen la felicidad, la salvación no puede exceptuar a nadie; debe abarcar a la humanidad entera. Tenemos la obligación de llevar el mensaje a todos, aunque no todos lo escuchen ni respondan ni acepten la salvación. Debemos a todo hombre el mensaje de Dios y la vida de amor que Él quiere dar, sobre todo a los que se muestren dispuestos a creerlo y aceptarlo.