La vida de abnegación puede combatir con nuestros deseos naturales e inclinaciones de llevar una vida de comodidad, satisfacción y seguridad. A veces puede ser doloroso cuando a diario mueres a ti mismo, como lo expresó muy bien Pablo, al ofrecer la vida para ser quemada en el altar del sacrificio. Es posible que a veces llegues al punto de preguntarte: «¿Qué hago? ¡Esto duele!» En realidad es importante que nos preguntemos por qué estamos dispuestos a hacer los sacrificios que nos pide el Señor.
Enfrentar esa pregunta también nos sirve para recordar a algunos de los grandes hombres y mujeres de Dios, nuestros antepasados en la fe, y lo que soportaron y entregaron en el transcurso de su vida.
El rey David dijo: «No ofreceré al Señor mi Dios holocaustos que no me cuesten nada»[1]. Se podría interpretar que el rey David esperaba que lo que le diera al Señor, le costara.
¿De dónde sale esa fuerza para sacrificarse? El apóstol Pablo lo resumió en pocas palabras cuando dijo «el amor de Cristo me constriñe»[2]. El amor de Cristo me obliga.
Nuestro amor por Jesús, y Su amor por nosotros, es lo que nos motiva a vivir para Él. Ninguna otra cosa es lo bastante fuerte o apremiante para justificar los sacrificios. Solo un amor por Jesús que sea profundo, perdurable, nos incentivará a querer ser como Él y a seguir Sus pasos a fin de tener una vida de amor y servicio a los demás, lo que a la larga significa llevar una vida de abnegación. Si tratamos de llevar una vida sacrificada por alguna otra razón, o si nuestra motivación es otra que el sencillo, pero firme amor por Jesús, entonces probablemente no va a durar.
A veces, que el Señor nos pida hacer un sacrificio pondrá a prueba nuestros valores, nuestras convicciones y nuestra fe, y lo que nos hará lo bastante fuertes para resistir una prueba así es nuestro amor por el Señor. A medida que procuremos hacer la voluntad del Señor y que en nuestra vida tomemos como modelo Su ejemplo y la Palabra, nuestra motivación para dedicar nuestra vida al servicio del Señor y de los demás irá en aumento y se fortalecerá. También es importante que no perdamos de vista el hecho de que amamos al Señor porque Él nos amó primero. Vivimos para Jesús porque lo amamos, pero también en agradecimiento por lo que nos dio: Su vida. La Biblia llama a nuestros sacrificios «nuestro deber razonable». En realidad, tratamos de pagar una deuda que tenemos con el Señor; claro, sabemos que jamás podremos hacerlo. Sin embargo, estamos agradecidos de poder intentarlo.
Este texto de David Livingstone lo resume muy bien:
La gente habla del sacrificio que he hecho al pasar gran parte de mi vida en África. ¿Puede llamarse sacrificio a algo que sencillamente es reconocer que tenemos una gran deuda con nuestro Dios, la que nunca podremos pagar? ¿Acaso es sacrificio aquello que genera su propia recompensa en una vida activa y saludable, la conciencia de hacer el bien, paz interior y la esperanza radiante de un destino glorioso? Soy enfático al decir que no fue un sacrificio. Más bien es un privilegio. La ansiedad, la enfermedad, el sufrimiento o el peligro, privarse de comodidades comunes… es posible que todo eso nos haga hacer pausas y que cause que nuestro espíritu titubee, que el alma se hunda; sin embargo, eso dura solo un momento. Todo eso es nada cuando se compara con la gloria que más adelante será revelada en nosotros y para nosotros. Nunca hice un sacrificio. No deberíamos hablar de eso, si recordamos el gran sacrificio que ha hecho Cristo, quien dejó el trono de Su Padre en las alturas para entregarse a Sí mismo por nosotros.—David Livingstone
Otro buen recordatorio de por qué vivimos esta vida de servicio, en palabras del apóstol Pedro: «¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna»[3]. Es posible que esa no sea la razón más reconfortante para hacer sacrificios para el Señor y los demás —porque nos parece que no tenemos otra alternativa— pero para un cristiano dedicado y activo, que entiende la Palabra de Dios y lo que nos ha pedido que hagamos, no podemos negar esa compulsión de servir que sentimos en nuestro interior, de seguir adelante, de seguir dando, de seguir negándonos a nosotros mismos y de llevar una vida de servicio, aunque a veces sea difícil e incómoda.
Tenemos un propósito en la vida y nos apasiona llevarlo a cabo; y aunque el sacrificio no siempre se siente bien y a veces tal vez deseemos que hubiera alguna forma de librarnos de él, en realidad no podemos hacerlo, porque amamos al Señor. Así pues, ¿cuál es la alternativa? ¿A quién iremos?
Eso no significa que nos resignemos a una vida de continuos sacrificios. Es posible que pasemos por ciclos, en que a veces el Señor nos pida más, y otras veces nos pida menos. Él entiende que esta vida no es fácil y que el sacrificio continuo, sin momentos de respiro, probablemente nos agotaría. Nadie puede servir abnegadamente y dar de sí mismo de manera continua, día tras día, año tras año, sin que haya períodos de descanso y respiro; y al Señor le complace darnos ese respiro. Sin embargo, en general, hemos decidido sufrir penalidades[4].
Para los logros extraordinarios no hay caminos fáciles ni sencillos, informales y sin riesgos. En la vida, todo lo que es realmente valioso va a costarnos, ¡mucho! Por eso, es muy importante que de verdad creamos en lo que tratamos de lograr en esta vida, porque sin poner los ojos en el Cielo, nada de eso tendría sentido. Para alguien que no sea cristiano o que no tenga los ojos puestos en la otra vida, la vida terrenal es la suma total de su existencia. Se sacrifica por lo temporal y cosecha lo temporal.
Sabemos que todos tenemos que hacer sacrificios en la vida. Para adultos, niños, hombres, mujeres, jóvenes, viejos, religiosos y no religiosos, ricos y pobres, el concepto de sacrificio —dar algo para obtener algo— es el mismo en todo el mundo. Las personas hacen toda clase de sacrificios por lo que creen. Los cristianos que entendemos que la vida tiene un mayor propósito y sentido, nos damos cuenta de que nuestra existencia se extiende más allá de la vida terrenal. Por lo tanto, con prudencia nos sacrificamos aquí y ahora con amor y gratitud a quien dio Su vida por nosotros para que vivamos eternamente en Su presencia, y a fin de recibir recompensas eternas allí y entonces.
La Biblia nos dice que «cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras [o lo que sea que hayas tenido que renunciar o que renunciarás para el Señor], por Mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna»[5]. Un día, cuando finalice el viaje de su vida, recibirán las bendiciones plenas que se han ganado con cada uno de sus sacrificios».
Así pues, hay restitución. Nuestros sacrificios tienen rendimientos. Eso significa que la definición de sacrificio, aplicable a los cristianos, no es que el sacrificio es una pérdida. Más bien, es renunciar a algo valioso —nuestra vida—, por algo que consideramos de mayor valor o importancia. Eso parece ser la descripción más exacta de la vida de fe.
David Livingstone lo sabía. Por eso dijo que nunca había hecho un sacrificio. Porque no solo tratamos de devolver al Señor todo lo que Él nos ha dado con la vida eterna, sino que a ello hay que añadir que por nuestros sacrificios Él va a devolvernos cien veces más.
Es posible que un cristiano activo no siempre tenga un estilo de vida cómodo, pero es una vida firme y estable espiritualmente; más estable que ninguna otra cosa, porque el Señor es su fundamento, y Él es el único que es lo bastante fuerte, lo suficientemente estable y confiable como para darnos esta promesa: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo»[6]. Y también: «No te desampararé ni te dejaré»[7].
Nadie más puede hacernos esa promesa. No hay otra garantía parecida en el universo. Esa es la garantía de un cristiano. Es contar con Dios, en lo que podemos creer, confiar y hasta jugarnos la vida.
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