«Él nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito Suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos». 2 Timoteo 1:9[1]
Un discípulo es un seguidor de Jesús, un aprendiz, uno que sigue las pisadas de su maestro, un partidario, uno que aspira a ser como Jesús. Un discípulo desea estudiar, aprender y a continuación seguir y aplicar lo que su profesor le enseña. Nosotros somos pupilos de Jesús; Él es nuestro Maestro. No solo ansiamos conocer cómo fue Su vida en la Tierra, cuáles son las verdades contenidas en la Palabra de Dios y cuál es Su naturaleza y forma de ser, sino que también anhelamos seguir Su ejemplo y conducirnos como Él nos ha enseñado, amar como Él amó y vivir conforme a la fe.
Ser discípulo va más allá de una simple aceptación de ciertas enseñanzas, de una creencia en ciertas doctrinas. Un discípulo es en esencia quien decide practicar y anunciar activamente tales enseñanzas. Un discípulo actúa, no solo cree. Los discípulos son «hacedores de la palabra y no tan solamente oidores»[2]. Un discípulo aplica activamente a su propia vida las enseñanzas y colabora de alguna manera, por algún medio, en la difusión de la buena nueva de la salvación, el mensaje de Jesús. Discipulado es ni más ni menos que el compromiso de modelar nuestra vida, nuestras opiniones y nuestros actos sobre las enseñanzas y la conducta de Jesús. En pocas palabras, ser como Él. Y eso es mucho pedir, dado que Jesús fue, de entre todas las personas que han vivido en la Tierra, la máxima expresión de amor, misericordia, compasión, sacrificio, verdad e integridad.
Uno de los llamados más transformadores de Jesús consistió en una sola palabra: «Sígueme». Al decir eso, se refería a que realmente lo imitáramos en nuestra forma de vivir, nuestros pensamientos, nuestros hábitos y nuestras acciones. Dado que somos seres humanos falibles, ese reto queda por encima de nuestras posibilidades; pero si nos sometemos a Dios y echamos mano del poder del Espíritu Santo, podemos «ser transformados según la imagen» de Cristo[3].
Ese discipulado se traduce en una relación viva entre Jesús y Sus seguidores. La esencia del discipulado consiste en amar a Jesús y cultivar una relación personal con Él. El discipulado también está condicionado por la fe en Su Palabra. Requiere dedicación y compromiso. Exige receptividad y obediencia a la persuasión del Espíritu.
Ser discípulo es difícil. Jesús dejó bien claro que para seguirlo hace falta que nos sacrifiquemos, que renunciemos a mucho, que antepongamos Su voluntad a la nuestra, que comuniquemos Su amor al prójimo, que divulguemos Sus enseñanzas e incluso que estemos dispuestos a «perder nuestra vida por causa de Él».
Ser discípulo no es consecuencia de una decisión aislada, tomada una sola vez en la vida. Se trata de un viaje espiritual, un viaje de fe. Requiere decisiones y acciones cotidianas con el fin de permanecer en Jesús y permitirle que permanezca en nosotros, dejar que Su Palabra nos guíe, nos alimente y nos limpie, obrar bajo la influencia del Espíritu Santo y del amor de Dios, buscarlo, someterse a Su voluntad para nosotros, obedecerlo lo mejor posible, dar testimonio de Su amor mediante nuestras palabras y acciones, y llevar fruto que lo glorifique.
La base del discipulado es el compromiso de tomar sobre nosotros el yugo de Jesús. Tomar el yugo del discipulado significa someterse a Jesús. Nos unimos a Él y nos ponemos a Sus órdenes. Confiamos en Su guía y obedecemos Sus mandamientos. Trabajamos codo a codo con Él en todos los aspectos de nuestra vida.
Cada cual decide si responder o no al llamamiento para ser discípulo; se trata de un compromiso personal. El discipulado es un viaje. Lo que Jesús pide de Sus seguidores —la visión que les da, las particularidades de su vocación— es distinto en cada caso. Cualquiera que sea la convicción que el Señor ponga en nuestro corazón, como sea que Él nos indique que apliquemos Su Palabra, el don del discipulado es inapreciable. Cuando Jesús llamó a los Doce, los invitó a dejarlo todo y dedicar su vida a seguirlo. De resultas de la testificación de los primeros discípulos, la Iglesia creció y llegó a incluir a individuos de todas las condiciones sociales, todos ellos discípulos a pesar de que no todos sintieron la vocación de seguir a Jesús de la misma manera. Muchos fueron llamados a continuar con su oficio o profesión, a ejercerlo para la gloria de Dios e influir en personas de toda clase de círculos sociales, llegando incluso al corazón del aparentemente impenetrable Imperio romano.
Algunos son llamados a «dejar al instante las redes y seguirlo», o a «vender todo lo que tienen y darlo a los pobres»[4]. Algunos sienten la vocación de ser misioneros en el extranjero; otros, de ser misioneros en su comunidad o en su propio país; y otros más, de ser misioneros informáticos mediante ministerios de testificación en línea. En la Biblia se pone como ejemplo el caso de los discípulos que abandonaron su modo de vida y su profesión para seguir a Jesús. Pero se menciona asimismo a otros seguidores de Jesús que sirvieron al Señor y contribuyeron a la prédica del evangelio.
Dios quiere que todo en nosotros —nuestro corazón, nuestra vida, nuestra profesión y nuestra aspiración personal— lo glorifique, ensalce a Jesús y haga las veces de luz situada sobre un monte que alumbre la senda de los demás, cualquiera que sea nuestra actividad o carrera profesional.
Parte de nuestro viaje espiritual personal consiste en descubrir cómo quiere Dios que vivamos nuestro discipulado, cómo quiere que cumplamos nuestra vocación de ser la luz del mundo y la sal de la Tierra[5]. Cada uno de nosotros es único, y Dios tiene para cada uno planes únicos adaptados a sus circunstancias, su talento y sus habilidades. Lo que nos pide es que le encomendemos esos factores y que los aprovechemos para Su gloria y para influir positivamente en el mundo, y así formar parte de la respuesta a esa frase del Padrenuestro que dice: «Venga Tu reino», haciendo lo que sea que Él nos pida con tal de seguirlo y participar en esa fuerza transformadora del mundo que quiere que sean Sus seguidores.
Un componente esencial de seguir a nuestro Maestro como cristianos y discípulos y vivir como Él es dar a conocer el evangelio. Se nos pide que seamos tanto «sal de la Tierra» como «luz del mundo», y eso lo logramos por medio de nuestro testimonio, la mayoría de las veces en el curso de nuestra vida cotidiana. Los demás toman nota del amor y la bondad que manifestamos, de cómo nos relacionamos con extraños, de la clase de vecinos que somos, de cómo participamos en nuestra comunidad, de cómo cuidamos y tratamos a nuestros hijos, de cómo ayudamos y animamos a los que están necesitados. Nuestros actos dicen mucho de nosotros, y más que nada preparan el terreno para nuestro testimonio verbal, para que hablemos con otras personas de Jesús y de la salvación.
Billy Graham dijo: «Esa invitación a ser discípulos es la causa más emocionante que podríamos imaginarnos. Piénsalo bien: ¡El Dios del universo nos invita a ser Sus socios para recobrar el mundo! Todos podemos participar aprovechando los dones particulares y las oportunidades que Él nos ha dado»[6].
¡Qué tremendo privilegio es asociarnos a Dios para que Él recobre el mundo! En el Evangelio de Juan, Jesús dice a Sus discípulos: «Como me envió el Padre, así también Yo os envío»[7].
Jesús envió a Sus discípulos con el mismo encargo que Él había recibido del Padre. ¡Los que seguimos las pisadas de Jesús proclamaremos buenas nuevas a los pobres y anunciaremos a los prisioneros que ha llegado su liberación! Sanaremos los corazones heridos y consolaremos a los que están de duelo. Su misión será la nuestra.
Entonces, en el contexto del mundo de hoy, ¿qué significa ser discípulo? Un discípulo es una persona que sigue ardorosamente en pos de Dios, que hace la voluntad divina tal como está expresada en la Biblia y que procura cumplir las instrucciones específicas que Dios le dé en cuanto a su vida, su carrera profesional, su familia y sus aspiraciones personales. Significa vivir conforme a Sus enseñanzas.
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