Nació en una aldea olvidada, de madre campesina. Pasó su infancia en otro villorrio ignorado. Trabajó en una carpintería hasta los treinta años y a partir de entonces, actuó de predicador itinerante por espacio de tres años. No llegó a escribir libro alguno. No desempeñó ningún cargo. No tuvo hogar. No formó familia. No realizó estudios superiores. Jamás puso pie en las grandes ciudades. Nunca se alejó más de trescientos kilómetros de su pueblo natal. No llegó a desempeñar ninguno de los papeles que la sociedad contemporánea suele asociar con la fama y la grandeza.
No tenía más carta de presentación que Su propia persona. Desnudo estaba de los valores de este mundo. No poseía otra cosa que el poder de Su divina humanidad. Siendo aún joven, la corriente de opinión pública se volcó en contra de Él.
Sus amigos huyeron. Uno renegó de Él. Otro lo traicionó. Lo entregaron en manos de Sus enemigos. Debió soportar lo que no fue más que la parodia de un juicio.
Lo clavaron en una cruz entre dos ladrones. Mientras agonizaba, sus verdugos echaron suertes sobre lo único que poseyó en este mundo: Su manto. Cuando ya hubo muerto, lo bajaron y lo enterraron en un sepulcro ajeno gracias a la compasión de un amigo.
Veinte siglos han transcurrido desde entonces, y hoy este hombre es la figura central de la especie humana, la mayor fuente de inspiración y guía divinas. Me quedo corto si digo que todos los ejércitos que han marchado, todas las flotas de guerra que se han construido, todos los parlamentos que han sesionado y todos los reyes que han gobernado, en conjunto, no han ejercido una influencia tan palpable en el devenir del hombre sobre la Tierra como esa figura singular: Jesús.
¿Por qué murió?
¿Qué razón pudo tener el Rey de reyes, el Señor del universo, Dios encarnado, para dejarse atrapar y permitir que lo acusaran falsamente, que lo juzgaran, lo condenaran, lo azotaran, lo desnudaran y lo clavaran a una cruz como a un delincuente común? La respuesta es clara: ¡el amor que sentía por nosotros!
Todos sin excepción hemos actuado mal en ocasiones y hemos sido desconsiderados y ásperos en el trato con nuestros semejantes. La Biblia enseña que «todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23). La consecuencia más negativa de nuestros pecados es que nos separan y nos mantienen alejados de Dios, el cual es absolutamente inmaculado y perfecto. De ahí que para acercarnos a Él, Dios sacrificara a Jesús, Su propio Hijo, quien se ofreció a cargar con nuestros pecados. Jesús asumió entonces el castigo que merecíamos y sufrió la espantosa agonía de la crucifixión. Padeció la muerte de un impío para que por medio de Su sacrificio halláramos perdón y remisión de nuestros pecados.
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