Nunca me olvidaré del día en que finalmente tomé conciencia de que las promesas de la Biblia eran concretas, de que podía aplicarlas a mis necesidades cotidianas. Fue una revelación para mí darme cuenta de que Dios era muy preciso en las innumerables promesas hechas en la Palabra y que Él las cumpliría al pie de la letra con tal de que yo las invocara con fe y con seguridad.
La Palabra de Dios dice que se nos han hecho «preciosas y grandísimas promesas» para que por medio de ellas lleguemos a ser «participantes de la naturaleza divina» (2 Pedro 1:4). Sin embargo, a causa de mi limitado entendimiento, esas promesas no eran para mí más que hermosas alegorías. No eran para tomárselas en serio ni aplicarlas a nuestra experiencia cotidiana.
En ese sentido yo me parecía a una mujer muy ignorante que vivió la mayor parte de su vida en un remoto rincón de las tierras altas de Escocia. Era tan pobre que la iglesia le pagaba el arriendo de la casa. Cierto día, cuando el pastor fue a llevarle el dinero del alquiler, le dijo:
—Sra. McKintrick, ¿cómo es que su hijo no la mantiene? Tengo entendido que goza de una estupenda posición en Australia y que es un buen muchacho y la quiere mucho. ¿No es así?
—No lo dude usted —dijo la señora—. Nunca se olvida de mí. Todas las semanas me escribe una carta de lo más cariñosa.
Aquello despertó la curiosidad del pastor, ansioso de saber más de un muchacho que quería tanto a su madre y, sin embargo, no la mantenía. Así que pidió ver algunas de las cartas. La mujer le mostró dos paquetes.
—Éstas son sus cartas —le dijo entregándole el primero de ellos—. Y éstos son los lindos dibujitos que me envía con cada una. Caben exactamente en los sobres. Se ve que piensa en mí constantemente.
—¿Un dibujo con cada carta? —A esas alturas la curiosidad del pastor era incontenible—. ¿Me los mostraría, si es usted tan amable?
—¿Cómo no? —respondió ella—. Algunos son de un hombre montado a caballo, y otros son retratos del Rey. Mire. Éste muestra al rey de Inglaterra. ¡Viva el Rey!
—¡Viva su hijo! —dijo el pastor atónito—. Mi estimada amiga, ¿se da usted cuenta de que es rica? Esto es dinero. ¡Tiene usted una buena suma! ¡Y pensar que ha pasado penurias y necesidad cuando todo este tiempo ha tenido aquí mismo en su casa billetes que usted creía que eran lindos dibujitos!
Pues lo mismo me pasaba a mí con las promesas de la Palabra de Dios. Las consideraba bonitos dibujos, hermosas alegorías. No entendía hasta qué punto quería Dios que las tomara al pie de la letra.
En la Palabra de Dios se nos han hecho preciosas y grandísimas promesas. Además, hay cientos de ellas. ¡Nuestros recursos son ilimitados! Son arroyos que nunca se secan.
Expectación y aceptación
Hay dos tipos de cristianos: los que oran y cuentan con que suceda algo; y los que oran sin albergar la menor esperanza de que suceda nada.
La oración es un medio para conseguir un fin, un vínculo entre la necesidad humana y los recursos divinos. La oración no es una simple entrega a contemplaciones piadosas que no producen sino un efecto subconsciente en el individuo. La oración es algo sumamente práctico, un medio tan concreto, uniforme y real como las comunicaciones telefónicas. El que contesta en el otro extremo de la línea —Dios mismo— nos dice: «Pedid, y se os dará. No tenéis, porque no pedís» (Mateo 7:7; Santiago 4:2).
A Dios le corresponde dar; a nosotros, recibir. Las Escrituras dicen: «Todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá» (Marcos 11:24). Cuando pedimos algo orando, ése es el momento de creer. Si lo hacemos, recibiremos lo que procuramos.
«Esta es la confianza que tenemos en Él, que si pedimos alguna cosa conforme a Su voluntad, Él nos oye. Y si sabemos que Él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho» (1 Juan 5:14,15). No dice que las tendremos en un futuro incierto, sino que las tenemos ya, ahora mismo, no porque nuestros sentidos nos lo indiquen, sino porque Dios lo ha dicho.
«Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve» (Hebreos 11:1). La fe consiste en creer que Dios va a responder aunque todavía no se evidencie esa respuesta. Lo que cuenta no es lo que nosotros pensemos al respecto, sino lo que Dios diga. No importa lo que sintamos, sino lo que nuestra fe reivindique.
Fe apropiadora
Para ilustrar ante sus feligreses el principio de la fe apropiadora, un pastor ofreció en cierta ocasión un valioso reloj de bolsillo a un grupo de muchachitos sentados en primera fila.
—Dime jovencito, ¿te gustaría tener este reloj? —le preguntó al mayor de ellos.
—¡No me tome el pelo! No lo dice usted en serio —respondió el chico.
Repitió la pregunta al que estaba a su lado y a cada uno de los otros. En todos los casos la respuesta fue similar.
Al final, el pastor ofreció el reloj a un chiquillo de unos cinco años que se hallaba sentado al borde de la banca, con el rostro radiante y los ojos clavados en el reverendo.
—A ver, jovencito, ¿te gustaría...?
No tuvo que decir más. Con su manito regordeta el niño rápidamente tomó el reloj y en un santiamén se lo metió en el bolsillo. Acomodándose nuevamente en la banca comentó, con un suspiro de satisfacción propio de una persona mayor, que eso era justamente lo que había querido desde hacía un tiempo.
Al concluir el culto, los otros muchachos se acercaron al pastor para protestar.
—¿Cómo íbamos a saber que hablaba usted en serio? Ese era justo el tipo de reloj que yo quería. Si hablaba en serio, ¿por qué no me lo puso en la mano para que lo supiera?
El más pequeño fue el único que tuvo fe apropiadora y la puso en práctica.
Muchas personas creen en las promesas de Dios, pero con un criterio impersonal e impreciso: «Es cierto que se aplican en sentido general, pero no específicamente a mí o a esta situación», aducen. En cambio, quien obtiene auténticos resultados es quien una vez que ha pedido algo a Dios, actúa en consecuencia y procede como si ya lo poseyese. Toma al pie de la letra una promesa de Dios y la da por hecha. Eso se llama afirmarse en la fe.
Una ilustración espléndida de este principio se halla en el pasaje en que Jesús, dirigiéndose a unos leprosos que habían acudido a Él para que los sanase, les pide que se presenten ante el sacerdote para ser limpiados. Jesús aún no los había curado, pero el versículo dice que «mientras iban, fueron sanados». En la medida en que tradujeron su fe en hechos y obedecieron —pese a que todavía no habían visto la respuesta a sus oraciones—, Dios les salió al encuentro (Lucas 17:12-14). Cuando desplegamos una voluntad creyente, Dios honra ese paso y nos responde. Como se ha dicho alguna vez: «Cuando la fe va al mercado, lleva consigo un canasto».
Firmes en la fe
En una ocasión yo había orado y había hecho todo lo que sabía hacer. No obstante, mi oración no era respondida. Había agotado todos mis recursos y no me quedaba nada por hacer. ¿Por qué no respondía Dios a mi oración?
Mientras hojeaba mi Biblia y oraba, mis ojos dieron con estas breves palabras: «Habiendo acabado todo, estad firmes» (Efesios 6:13). En ese momento vi la luz. Prácticamente había estado culpando al Señor por no responder mi oración, cuando en realidad yo no había estado cumpliendo en absoluto con la parte que me correspondía. No me había afirmado en la fe.
Entonces comencé a alabarlo y a agradecerle que la respuesta ya estuviera en camino. En menos de seis horas la obtuve; pero no es que en el momento en que la vi con mis propios ojos se tornara más real que cuando asumí una postura firme de fe. Lo que había pedido era ya mío. Vemos como consecuencia de haber creído; no al revés.
Contrariamente a lo que cree mucha gente, la fe no está revestida de grandiosidad. No es un sentimiento glorioso ni una sensación extraordinaria. Consiste simplemente en tomarle la Palabra a Dios. Así como extendemos la mano para asir algo, la fe es la mano espiritual que se extiende para tomar posesión de las promesas de Dios.
Conéctate hoy mismo con Dios por medio de la oración y preséntale tus peticiones reclamando Sus promesas. Él nunca nos defrauda.