Vio la luz en el suelo sucio de un establo. Para librarlo del escuadrón de la muerte enviado por un rey envidioso, sus padres se exiliaron con él cuando era niño, hasta que pasó el peligro y pudieron volver a su tierra. Hasta los 30 años fue carpintero, igual que Su padre terrenal. Sin embargo, Su Padre celestial lo necesitaba para otra labor que solo Él podía realizar.
Cuando llegó el momento de que iniciara Su misión, fue por todas partes haciendo el bien, ayudando a la gente, interesándose por los niños, consolando, fortaleciendo a los cansados y salvando a cuantos creían en Él. Además de predicar Su mensaje, lo vivió entre la gente. No solo atendía las necesidades espirituales de las personas, sino que también invertía largas horas velando por sus necesidades físicas y materiales, sanándolas milagrosamente cuando estaban enfermas y dándoles de comer cuando tenían hambre. En todo momento compartió Su vida y Su amor con quienes lo rodeaban.
Su religión era tan simple que afirmó que había que volverse como un niño para aceptarla. Nunca enseñó que hubiera que realizar complicados ritos u observar numerosas reglas difíciles de cumplir. Lo único que hizo fue pregonar y manifestar amor, procurando conducir a los hijos de Dios al verdadero Reino celestial, en el que las únicas leyes son «amarás al Señor con todo tu corazón» y «amarás al prójimo como a ti mismo».
Se relacionó muy poco con los pomposos dirigentes eclesiásticos de Su época, a excepción de las ocasiones en que insistieron en importunarlo con sus preguntas capciosas. En esos casos los reprendió públicamente y los puso en evidencia demostrando que eran «ciegos guías de ciegos».
Se negó a transigir con las falsas instituciones religiosas de Su época. Al contrario, obró completamente al margen de ellas. Comunicó Su mensaje y Su amor a la gente corriente y a los pobres, la mayoría de los cuales se habían apartado desde hacía tiempo de la religión establecida y habían sido abandonados por ésta.
No se preocupó por Su prestigio y reputación, y fue compañero de borrachos y prostitutas, de los despreciados publicanos y pecadores, de los marginados y oprimidos por la sociedad. Hasta llegó a decirles que ellos entrarían en el Reino de los Cielos antes que la llamada gente buena: los farisaicos dirigentes religiosos que lo rechazaron y que despreciaron Su sencillo mensaje de amor. El poder de Su amor y de Su convocatoria era tal e inspiraba tanta fe entre los que buscaban sinceramente la verdad que muchos no vacilaron en dejarlo todo y seguirlo de inmediato.
En cierta ocasión, mientras Él y Sus discípulos cruzaban un extenso lago, se desató una feroz tempestad que amenazaba con hacer zozobrar la nave en que se encontraban. Ordenó a los vientos que se calmaran y a las olas que se aquietaran, y enseguida hubo gran bonanza. Sus discípulos, atónitos ante tal demostración de poder, exclamaron: «¿Quién es este hombre, que aun los vientos y el mar le obedecen?»
En el transcurso de Su obra dotó de vista a los ciegos y de oído a los sordos; sanó a leprosos y resucitó muertos. Tan prodigiosas fueron Sus obras que uno de los jerarcas del orden religioso que se oponía enconadamente a Él llegó a afirmar: «Sabemos que has venido de Dios, porque nadie puede obrar estos milagros que Tú haces si no está Dios con él».
A medida que Su mensaje de amor se fue propagando y Sus seguidores se fueron multiplicando, los envidiosos dirigentes eclesiásticos de aquel tiempo se dieron cuenta de la amenaza que suponía para ellos aquel carpintero desconocido hasta hacía poco tiempo. Al liberar a la gente de la autoridad y dominio de la cúpula eclesiástica, la sencilla doctrina de amor que pregonaba iba socavando el orden religioso de la época.
Finalmente Sus poderosos enemigos obligaron a los gobernantes a detenerlo sobre la base de falsas imputaciones de sedición y subversión. Y aunque fue declarado inocente por el gobernador romano, aquellos hipócritas presionaron a la autoridad y la convencieron para que lo mandara ejecutar.
Horas antes de Su detención, este hombre, Jesús de Nazaret, había dicho: «No podrían tocarme siquiera sin el permiso de Mi Padre. A una simple señal Mía, Él enviaría legiones de ángeles a rescatarme». Pero optó por ofrendar la vida por ti y por mí. Nadie se la quitó. Él la entregó, renunció a ella por voluntad y decisión propia, sabiendo que aquella era la única forma de cumplir el designio concebido por Dios para nuestra salvación.
Pero ni siquiera Su muerte satisfizo a Sus celosos enemigos. Para impedir que Sus seguidores sustrajeran el cuerpo y afirmaran que había resucitado, cerraron el sepulcro con una enorme piedra y apostaron en el lugar a un grupo de soldados romanos para que lo custodiaran. Aquella estratagema resultó inútil, pues esos mismos guardias fueron testigos del más grandioso de los milagros. Tres días después que Su cuerpo fuera depositado en aquel frío sepulcro, resucitó, triunfando sobre la muerte y sobre el infierno para siempre.
Ni la muerte fue capaz de detener Su obra o de silenciar Sus palabras. Desde aquel día milagroso hace ya casi 2.000 años, este Hombre, Jesucristo, ha hecho más por cambiar el curso de la Historia, de nuestra civilización y de la condición humana que ningún otro dirigente, grupo, gobierno o imperio. Ha salvado a miles de millones de personas de la desesperanza y les ha concedido la vida eterna y manifestado el amor de Dios.
Dios, el gran Creador, es Espíritu. Es omnipotente, omnisciente y omnipresente. Semejante concepto sería para nosotros demasiado difícil de asimilar. De ahí que para manifestarnos Su amor, acercarnos a Él y llevarnos a comprender Su esencia, dispuso que Su propio Hijo, Jesucristo, tomara forma corporal y bajara a la Tierra. Si bien muchos grandes maestros han vertido enseñanzas sobre el amor y sobre Dios, Jesús es la quintaesencia del amor. Es Dios. Es el único que murió por los pecados del mundo y que resucitó de entre los muertos. Es el único Salvador.