Existe una diferencia entre los principios y las promesas universales e intemporales que hay en la Biblia, y las instrucciones y consejos que Dios dio a determinadas personas para ciertas épocas o situaciones, que también están registrados en la Biblia. La Palabra imperecedera, que no se circunscribe a ninguna época, la constituyen los pasajes que se aplican a todo el mundo, en todas partes, y que nunca sufren alteración. Por ejemplo, «Dios es amor» (1 Juan 4:8) es una de las verdades más poderosas de la Biblia, y por supuesto es inmutable.
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19:18; Mateo 22:39) es uno de los principios medulares de la fe cristiana, algo que nunca cambiará. El Sermón de la Montaña que pronunció Jesús y otras enseñanzas Suyas siguen tan vigentes hoy en día como cuando brotaron de la boca del Maestro hace dos mil años.
La Palabra de Dios abunda en hermosos principios y promesas que trascienden el tiempo y se nos aplican a nosotros, y que según la Biblia se escribieron para nuestro beneficio, de manera que aprendamos de la experiencia de quienes nos antecedieron (Romanos 15:4). Por otra parte, la Biblia también contiene muchos pasajes que no podemos aplicar literalmente a nuestra vida actual. Buena parte del Antiguo Testamento es de carácter histórico, una crónica de la vida y milagros del pueblo judío y sus antepasados. Los principios fundamentales de la Palabra no están circunscritos a una época; son intemporales. No obstante, debemos aplicarlos a nuestra realidad y a las circunstancias de hoy en día.
La ley mosaica fue durante cientos de años el código por el que se rigió el pueblo judío, si bien existían diferencias sustanciales en cuanto a su aplicación, un tema que siempre resultó complicado y polémico. Jesús arrojó nueva luz sobre el asunto. Sus enseñanzas se centraron en el amor, la misericordia y la humildad, en marcado contraste con la interpretación rígida y legalista promovida por los dirigentes religiosos de la época y sus predecesores.
«Ustedes han oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero Yo les digo: No resistan al que les haga mal. Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, vuélvele también la otra. Si alguien te pone pleito para quitarte la capa, déjale también la camisa. Si alguien te obliga a llevarle la carga un kilómetro, llévasela dos. […] Ustedes han oído que se dijo: “Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo”. Pero Yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen, para que sean hijos de su Padre que está en el cielo» (Mateo 5:38-41,43-45 (NVI).
Jesús marcó el inicio de una nueva era de fe que dejó desfasadas las enrevesadas reglas, preceptos, costumbres y ceremonias del Antiguo Testamento, que el pueblo judío venía observando desde hacía miles de años. «La Ley ha sido nuestro tutor, para llevarnos a Cristo, a fin de [ponernos bien con Dios] por la fe —explicó el apóstol Pablo—. Pero al venir la fe, no estamos ya al cuidado de un tutor» (Gálatas 3:24,25 (RVC).
Conforme el cristianismo ha ido evolucionando, sus métodos, conceptos y aplicaciones han ido cambiando y progresando. La iglesia primitiva, que en un principio no era más que un grupo de creyentes perseguidos, acometió la difícil empresa de organizarse y transformarse en una religión sólida, reconocida e influyente en el mundo de su época. Igualmente, los creyentes de cada período histórico desde entonces se han tenido que preparar para adaptarse hasta cierto punto al mundo en el que se desenvolvían, a fin de identificarse con la gente, comunicar el mensaje y estar a tono con los tiempos. Siempre que la iglesia pretendió frenar el proceso de cambios o se resistió a adaptarse a los tiempos, se metió en aprietos. O se tornó muy rígida y dominante, o perdió vigencia, y el interés por el cristianismo disminuyó.
Los que practicamos el cristianismo debemos esforzarnos por reconocer los principios intemporales de la Palabra y al mismo tiempo entender que la forma de aplicarlos puede cambiar según el caso o las circunstancias.
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