Muchos conocemos bien la parábola del buen samaritano en Lucas 10:25-37. Ahora bien, como nuestra cultura es muy distinta de la que había en Palestina en el siglo I, puede que haya aspectos del relato que no entendamos. Cuando oímos o leemos esta parábola, no nos escandaliza, ni nos parece que ataque el statu quo actual. Sin embargo, los que la oyeron de labios de Jesús en el siglo I sí debieron de quedar desconcertados. El mensaje debió de chocar con sus expectativas y poner en tela de juicio sus límites culturales.
En la parábola aparecen varios personajes, y al disponer de algo más de información sobre los sacerdotes, los levitas y los samaritanos se comprende mejor la importancia del papel que desempeña cada uno en el relato. Examinemos los personajes por orden de aparición.
El hombre que fue golpeado
La parábola dice muy poco acerca del primer personaje, el hombre que fue golpeado y robado; pero nos proporciona un dato crucial. Le quitaron la ropa y quedó medio muerto, en el suelo, inconsciente, habiendo sufrido una fuerte paliza[1].
Es significativo porque en el siglo I la gente era fácilmente identificable por su modo de vestirse y por su idioma o acento. En tiempos de Jesús, Oriente Medio estaba gobernado por los romanos, que hablaban latín. La región estaba helenizada, es decir, tenía una gran influencia griega. Había numerosas ciudades griegas, y el griego se hablaba mucho. Los eruditos judíos hablaban hebreo, mientas que los campesinos judíos y la gente común y corriente de toda la región hablaba arameo. Por eso, escuchando hablar a alguien se podía identificar quién era.
Como el hombre que había sido golpeado no llevaba ropa, era imposible saber su nacionalidad. Como estaba inconsciente y no podía hablar, resultaba imposible determinar quién era o de dónde era. Ya veremos que ese es un elemento clave de la parábola.
El sacerdote
El segundo personaje del relato es el sacerdote. Los sacerdotes judíos de Israel constituían el clero que servía en el templo de Jerusalén. Dentro del clero había una jerarquía. Primero estaba el sumo sacerdote, después los principales sacerdotes. El jefe de la guardia del templo era el más importante de los principales sacerdotes, y por debajo de él había sacerdotes que hacían de tesoreros del templo, o de supervisores del templo, o que se encargaban de los sacerdotes ordinarios.
Los sacerdotes ordinarios eran los que servían en el templo durante una semana cada 24 semanas; o sea, que en un año cada sacerdote servía en el templo en dos ocasiones, cada una de una semana de duración. No todos los sacerdotes vivían en Jerusalén; muchos vivían en Jericó, una ciudad cercana, o en otras ciudades repartidas por Israel. Por tanto, los que no vivían en Jerusalén tenían que desplazarse allá de dos a cinco veces al año.
No se nos da detalles sobre el sacerdote de este relato; pero los que oyeron a Jesús contar esta parábola debieron de suponer que regresaba a su casa en Jericó tras haber estado una semana sirviendo en el templo[2].
El levita
El tercer personaje de la parábola es el levita. Si bien todos los sacerdotes eran levitas, no todos los levitas eran sacerdotes. Aun así, los levitas que no eran sacerdotes desempeñaban una función en el templo. Eran considerados el clero bajo, de una categoría inferior a la de los sacerdotes. Al igual que los sacerdotes, servían en el templo dos semanas al año, en dos épocas diferentes.
Algunos levitas eran cantantes y músicos. Otros hacían de criados en el templo: a su cargo estaba la limpieza y conservación del templo, y ayudaban a los sacerdotes a ponerse y quitarse sus vestiduras. La policía del templo también estaba conformada por levitas. Montaban guardia en las puertas y en el patio de los gentiles, y en la entrada de los lugares a los que solo se permitía ingresar a los sacerdotes. También realizaban detenciones y aplicaban castigos siguiendo instrucciones del Sanedrín, el tribunal judío de la época.
El samaritano
Los samaritanos eran un pueblo que vivía en Samaria, una zona de colinas limitada al norte por Galilea y al sur por Judea. Aceptaban los cinco libros de Moisés, pero consideraban que Dios había escogido el monte Gerizim como lugar de culto, en vez de Jerusalén. En el año 128 a. C., el templo samaritano del monte Gerizim fue destruido por el ejército judío. Entre el año 6 y 7 d. C., unos samaritanos esparcieron huesos humanos en el templo judío, con lo que lo profanaron. Esos dos sucesos contribuyeron a la profunda hostilidad que había entre judíos y samaritanos.
Dicha animosidad se evidencia en el Nuevo Testamento, que cuenta que los judíos de Galilea que viajaban hacia el sur, a Jerusalén, con frecuencia daban un rodeo para no pasar por la región de Samaria. Eso significaba recorrer 40 kilómetros más y representaba dos o tres días más de viaje. Cuando un judío quería insultar a otro, lo llamaba samaritano. Se lo hicieron una vez a Jesús cuando le dijeron: «¿No decimos con razón que Tú eres samaritano y que tienes demonio?»[3]
Fue en ese ambiente de hostilidad cultural, racial y religiosa que Jesús contó la parábola del buen samaritano[4].
El intérprete de la Ley
El último personaje es el intérprete de la Ley. Aunque no forma parte del relato, fueron las preguntas que le hizo a Jesús las que dieron pie a la parábola. Sin el diálogo entre Jesús y el intérprete de la Ley, la parábola queda fuera de su contexto original, y se pierden elementos significativos.
En la época del Nuevo Testamento, los intérpretes de la Ley eran escribas. Eran expertos en la ley religiosa, intérpretes y maestros de las leyes de Moisés. Estudiaban las cuestiones más espinosas y sutiles de la Ley y emitían su opinión. Eran tenidos en gran estima por sus conocimientos. Como muestra de respeto, la gente se levantaba cuando les hacía una pregunta.
A menudo tales maestros entablaban con otros maestros y rabinos debates y discusiones sobre cómo debían interpretarse y entenderse las Escrituras. Puede que este intérprete le planteara a Jesús sus preguntas con la intención de iniciar un debate. Quizá también lo hizo porque tenía inquietudes espirituales.
La parábola
Ahora que conocemos mejor a los personajes, veamos lo que sucedió cuando un intérprete de la Ley le hizo a Jesús unas preguntas en Lucas, capítulo 10, versículo 25: Cierto intérprete de la Ley se levantó, y para poner a prueba a Jesús dijo: «Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna?»
El intérprete de la Ley se paró al dirigirse a Jesús y lo llamó «maestro». En otros pasajes de los Evangelios, se lo llama «rabí», que era el tratamiento que se daba a los maestros religiosos. La cuestión de cómo alcanzar la vida eterna era motivo de debate entre los eruditos judíos del siglo I, y se hacía particular hincapié en el cumplimiento de la Ley como forma de ganarse la vida eterna [5].
Y Jesús le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?» Respondiendo [el intérprete de la Ley], dijo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza, y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo»[6].
Como se aprecia en los Evangelios, eso era justo lo que Jesús había estado enseñando; quizás el intérprete de la Ley se lo había oído decir. Su respuesta estaba tomada de dos pasajes de las Escrituras: Levítico 19:18 y Deuteronomio 6:5.
Jesús le dijo al intérprete de la Ley que tenía razón, que debía cumplir ese principio de amar a Dios con todo su ser y amar a su prójimo.
En su siguiente frase, el intérprete de la Ley está buscando la forma de justificarse ante Dios. El hombre quiere saber qué es lo que tiene que hacer, qué obras, qué actos debe realizar para justificarse, es decir, para merecerse la salvación. Pero queriendo [el intérprete de la Ley] justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?»[7]
El intérprete de la Ley entiende que puede amar a Dios cumpliendo la Ley; pero eso de «amar a su prójimo» le parece un poco vago o confuso. Así que quiere saber quién es su prójimo, a quién concretamente tiene que amar. Sabe que en la categoría de «prójimo» están sus paisanos judíos. Pero ¿hay otros? Los gentiles no eran considerados «prójimos», aunque en Levítico 19:34 dice: El extranjero que resida con ustedes les será como uno nacido entre ustedes, y lo amarás como a ti mismo…
Entonces, sus prójimos serían probablemente sus paisanos judíos y todo extranjero que viviera en su ciudad. Cualquier otro desde luego no sería su prójimo, y menos los detestados samaritanos.
Es en respuesta a la pregunta: «¿Quién es mi prójimo?» —en otras palabras, a quién tengo que amar— que Jesús cuenta la parábola.
Jesús le respondió: «Cierto hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, los cuales después de despojarlo y de darle golpes, se fueron dejándolo medio muerto»[8].
La distancia hasta Jericó era de unos 27 kilómetros, por un camino que tenía fama de peligroso a causa de los ladrones. En Oriente Medio, lo normal era que los bandidos golpearan a sus víctimas solo si estas se resistían; probablemente eso fue lo que hizo el hombre en cuestión, pues le quitaron la ropa, lo golpearon y lo abandonaron en el camino, inconsciente, medio muerto.
Por casualidad cierto sacerdote bajaba por aquel camino, y cuando lo vio, pasó por el otro lado del camino[9].
Es probable que el sacerdote volviera de una de sus semanas de servicio en el templo. Por su categoría social, seguramente iba montado en un burro y podría haber llevado a Jericó al hombre herido. El caso era que no tenía forma de saber quién era, o de qué nacionalidad era, puesto que estaba inconsciente y además desnudo. La ley mosaica obligaba al sacerdote a ayudar a un compatriota judío, pero no a un extranjero, y dadas las circunstancias no podía determinar si el herido era lo uno o lo otro.
Además, el sacerdote no sabía si el hombre estaba muerto o vivo y, según la Ley, si tocaba un cadáver o se acercaba a uno quedaría ceremonialmente impuro. Si se acercaba a menos de unos dos metros, y el hombre estaba muerto, el sacerdote quedaría contaminado, y para purificarse le haría falta una semana de ritos religiosos, en la que tendría que comprar un animal para sacrificar[10]. Así que ayudar a ese hombre no identificable podía salirle caro. Al final, por el motivo que fuera, decidió pasar de largo por el otro lado del camino para guardar las distancias con él.
La parábola continúa: Del mismo modo, también un levita, cuando llegó al lugar y lo vio, pasó por el otro lado del camino[11].
El levita, que probablemente regresaba a su casa después de servir una semana en el templo, hace lo mismo que el sacerdote. Decide no ayudar.
El levita, por ser de una clase social inferior a la del sacerdote, posiblemente iba a pie. Aunque tal vez no habría podido llevar al hombre a ningún sitio, le podría haber administrado los primeros auxilios, pues no estaba sujeto a las mismas leyes de pureza que el sacerdote. No se nos dice el motivo por el que pasó de largo; pero es posible que, sabiendo que el sacerdote, que conocía mejor las leyes y obligaciones religiosas, no había hecho nada, supuso que lo mejor era no hacer nada él tampoco. También es posible que no prestara ayuda porque temía por su propia seguridad. Los bandidos podían seguir cerca, y si se quedaba un rato ayudando al moribundo, podía terminar igual que él.
La tercera persona que hace su aparición es un samaritano despreciado, un enemigo. Jesús cuenta todo lo que este hace por el moribundo, cosas que los religiosos, el sacerdote y el levita, personas que servían en el templo, hubieran debido hacer.
Pero cierto samaritano, que iba de viaje, llegó adonde él estaba; y cuando lo vio, tuvo compasión. Acercándose, le vendó sus heridas, derramando aceite y vino sobre ellas; y poniéndolo sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un mesón y lo cuidó[12].
El samaritano, lo más seguro un mercader que transportaba vino y aceite y que tenía consigo al menos un animal, se compadeció del hombre golpeado. Primero cura sus heridas. Y echa vino y aceite en las heridas para limpiarlas, desinfectarlas y curarlas.
Además de eso, monta al hombre sobre su propio animal y lo lleva a una posada, supongo que en Jericó. El sacerdote podría haber llevado al hombre a Jericó para que lo atendieran. El levita podría haberle prestado al menos los primeros auxilios. Sin embargo, es el samaritano quien hace lo que ni el sacerdote ni el levita quisieron hacer.
El samaritano lleva al malherido a un mesón y lo cuida allá. Por su propia seguridad, habría sido más prudente dejar al hombre cerca de la ciudad o a las puertas de la misma; pero él lo llevó a la posada y pasó la noche cuidándolo. Y eso no fue todo lo que hizo.
Al día siguiente, sacando dos denarios se los dio al mesonero, y dijo: «Cuídelo, y todo lo demás que gaste, cuando yo regrese se lo pagaré»[13].
Dos denarios equivalían al salario de dos días de un obrero. Le dejó dinero al posadero para garantizar que el hombre recibiera los cuidados necesarios durante su recuperación. El samaritano prometió volver y pagar todo gasto adicional para que el hombre golpeado estuviera seguro y continuara recibiendo atención. Probablemente el samaritano tenía negocios en Jerusalén y con frecuencia pasaba por Jericó cuando iba allá. Como era un cliente habitual del mesón, es lógico que el posadero se fiara de su promesa de que volvería y cubriría los gastos adicionales.
Al terminar la parábola, Jesús le pregunta al intérprete de la Ley: «¿Cuál de estos tres piensas tú que demostró ser prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» El intérprete de la Ley respondió: «El que tuvo misericordia de él». «Ve y haz tú lo mismo», le dijo Jesús[14].
La pregunta del intérprete de la Ley era: «¿Quién es mi prójimo?» Jesús no le respondió de la forma concreta que él quería, sino que contó una parábola y luego le preguntó quién se había portado como prójimo del hombre asaltado. El intérprete de la Ley quería una respuesta categórica y simple, como: «Tu prójimo es todo paisano judío, así como cualquiera que se haya convertido al judaísmo y todo extranjero que viva entre ustedes». Pero la parábola de Jesús demostró que no se puede hacer una listita que reduzca las personas que estamos obligados a amar o que debemos considerar nuestro prójimo. Jesús aclaró que el prójimo son las personas necesitadas que Dios pone en nuestro camino.
Lo último que le dijo Jesús al intérprete de la Ley fue: «Ve y haz tú lo mismo». Con eso le indicó que era su pregunta la que no estaba bien. En vez de querer averiguar a quién tenía la obligación de amar, debería haber preguntado: «¿De quién debo hacerme prójimo?» Mediante esta parábola Jesús dejó bien claro que su prójimo —nuestro prójimo— es cualquiera que tenga necesidad, sea cual sea su raza, su religión o su posición en la comunidad. El mensaje de Jesús es que no hay límites a la hora de decidir a quién manifestar amor y compasión. La compasión va mucho más lejos que lo que requiere la ley. Hasta se nos pide que amemos a nuestros enemigos.
Hacer de prójimo de los necesitados puede salir caro. El samaritano arriesgó su integridad física. El aceite, el vino, la tela y el dinero supusieron un costo económico. Lo que hizo le tomó tiempo, energías y recursos. Amar a los demás es un sacrificio; a veces es incluso peligroso.
Como cristianos, como discípulos de Jesús, se nos manda amar al prójimo como a nosotros mismos. No hay reglas absolutas acerca de quién es nuestro prójimo, pero está claro que cuando el Señor pone a un necesitado en nuestro camino, lo hace con la expectativa de que demostremos ser su prójimo.
La parábola nos exhorta a «ir y hacer nosotros lo mismo», a ser compasivos y amorosos.
Las personas golpeadas con las que nos encontramos en la vida tal vez no estén medio muertas físicamente a un lado del camino. Pero son tantos los que necesitan que les manifiesten amor y compasión, y tener a alguien que los ayude o que esté dispuesto a escuchar su clamor, para convencerse de que tienen valor, de que alguien los ama y cuida de ellos. Si Dios te pone a ti en su camino, es posible que te esté llamando a ser ese alguien.
Puedes manifestar tu compasión prestando ayuda material o apoyo emocional, ofreciendo tu amistad o ayuda espiritual. Puedes echar una mano a alguien en aprietos económicos, o brindarle apoyo moral, o conectarlo con Jesús y Su Palabra.
Cristo nos llama a ser compasivos. Como hizo con el intérprete de la Ley y los primeros que lo oyeron contar esta parábola, Él nos exhorta a actuar, a ir y hacer nosotros lo mismo.
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Notas al pie
[1] Lucas 10:30. (Todos los versículos de la Biblia están tomados de la Nueva Biblia Latinoamericana de Hoy, © The Lockman Foundation, 2005. Utilizados con permiso. Derechos reservados.)
[2] Información sobre el sacerdocio y el templo facilitada por Joachim Jeremias en Jerusalem in the Time of Jesus, Fortress Press, Filadelfia, 1975.
[3] Juan 8:48.
[4] Green, Joel B., y McKnight, Scot: Dictionary of Jesus and the Gospels, InterVarsity Press, Downers Grove, 1992, pp. 725–728.
[5] Para preparar este artículo consulté los excelentes libros de Kenneth E. Bailey: Jesús a través de los ojos del Medio Oriente (Grupo Nelson, 2012), Poet and Peasant y Through Peasant Eyes, William B. Eerdmans Publishing Company, Grand Rapids, 1985.
[6] Lucas 10:26,27.
[7] Lucas 10:29.
[8] Lucas 10:30.
[9] Lucas 10:31.
[10] Bailey, Kenneth E., Poet and Peasant, and Through Peasant Eyes, edición combinada, William B. Eerdmans Publishing Company, Grand Rapids, 1985, p. 44.
[11] Lucas 10:32.
[12] Lucas 10:33,34.
[13] Lucas 10:35.
[14] Lucas 10:36,37.