Cuando vino a nuestro mundo hace casi 2.000 años, los dirigentes de Su propio pueblo lo rechazaron y no quisieron saber nada de Su mensaje de amor y salvación. Querían un salvador, un mesías, un gran rey, pero no uno nacido en un establo y criado en una pobre carpintería, que elegía a Sus amigos y seguidores de entre humildes pescadores, recaudadores de impuestos, borrachos y prostitutas. Fueron escasos los ricos y poderosos de Su época a los que les interesó el espíritu de libertad que ofrecía a quienes aceptaban las verdades que anunciaba. Solo querían liberarse del yugo romano y de tener que pagar impuestos a Roma. Tampoco ansiaban los tesoros y recompensas eternos que prometía a los que creyeran en Él y lo siguieran. Querían un mesías, un rey que estableciera enseguida un reino material rico y poderoso.
Aquel hombre, Jesucristo, el Hijo del Creador del universo, afirmó: «Toda potestad me es dada en el Cielo y en la Tierra» (Mateo 28:18). En un solo día habría podido adueñarse del mundo y proclamarse rey. Al gobernador romano que lo juzgó le dijo: «Ninguna autoridad tendrías sobre Mí, si no te la hubiera dado Mi Padre» (Juan 19:11). Y a Pedro: «¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a Mi Padre, y que Él no me daría más de doce legiones de ángeles?» (Mateo 26:53).
Cuando agonizaba clavado a una cruz, y los dirigentes religiosos lo provocaron diciendo: «A otros salvaste. Si de verdad eres Hijo de Dios, sálvate a Ti mismo» (Marcos 15:29-32), habría podido saltar de la cruz y acabar con todos ellos en un pestañeo. En cambio, accedió a morir por nosotros.
Tras salir de la tumba, habría podido presentarse ante los sumos sacerdotes, el gobernador y hasta el propio César. Habría podido demostrarles a ellos y al mundo entero que era realmente el Hijo de Dios, el Mesías, y obligarlos a todos a adorarle. Lo que hizo, no obstante, fue aparecerse sólo a los que ya creían en Él y lo amaban, para consolarlos y reforzar su fe.
Durante 2.000 años, Él y Su Reino han permanecido ocultos a este mundo, manifiestos solamente en el corazón y en la vida de los que lo aceptan por fe. A todos se nos ha dado a elegir entre recibir a Jesús y Su amor o rechazarlo. Este es un misterio que muchos de los Suyos no alcanzaron a comprender en Su época y que, por lo visto, hoy en día muchos tampoco entienden: que Jesús ansía que lo amemos y creamos en Él por decisión y voluntad propia. Seguimos viviendo en la era de la gracia, del libre albedrío, en la que nos pide que creamos en Su Palabra y lo aceptemos por fe.
Muy pronto, sin embargo, llegará el día en que se acabará esta era actual y todo el mundo «verá al Hijo del hombre viniendo sobre las nubes del Cielo, con poder y gran gloria» (Mateo 24:29-31). Jesús prometió que regresaría, y según incontables profecías ya cumplidas que describen el estado del mundo en el momento de Su retorno, esa fecha está próxima, y ya estamos viviendo en los últimos días del cruel y destructivo dominio de los hombres en la Tierra.
Es más, por lo que podemos deducir de la Palabra de Dios, los últimos siete años de la historia de la humanidad deben comenzar muy pronto. Dicho período se iniciará en el momento en que se haga con el poder un gobierno mundial totalmente antidiós encabezado por un dictador endemoniado, el Anticristo, un falso mesías que al principio traerá paz a la Tierra. Sin embargo, esa paz tendrá un precio: Durante los últimos tres años medio de su régimen será obligatorio adorarlo. Ese período se conoce como la «Gran Tribulación» (Daniel 8:23-25; 9:27; 11:21-45; Mateo 24:15,21; 2 Tesalonicenses 2:1-12; Apocalipsis capítulo 13).
Jesús dijo: «Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días [...] aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo. Y entonces lamentarán todos los [impíos] del mundo, pues verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del Cielo, con poder y gran gloria» (Mateo 24:29-31). Esta vez no vendrá como un manso y tierno bebito acostado en un pesebre —Dios en manos de los hombres—, sino como el omnipotente Rey de reyes, y serán los hombres los que se verán en manos de Dios.
Cuando suenen las trompetas de Dios y la potente voz de Jesús truene desde los cielos para decirnos: «¡Suban!», todos Sus seguidores salvos serán arrebatados juntamente con Él en las nubes para vencer para siempre a las fuerzas del satánico Anticristo. El retorno de Jesús vendrá acompañado de un hecho grandioso y sobrenatural: la resurrección de los creyentes. Todas las personas salvadas que han fallecido a lo largo de la Historia resucitarán y saldrán de la tumba, y todos los creyentes que sigan con vida se elevarán con ellas para encontrarse con Jesús en el aire (Mateo 24:31; 1 Corintios 15:51-57; Filipenses 3:21; 1 Tesalonicenses 4:16,17; Apocalipsis 11:12).
Después nos iremos todos volando con el Señor para asistir al banquete de bodas del Cordero en el Cielo (Apocalipsis 19:6-9), la fiesta más grandiosa que se haya celebrado jamás. Será un maravilloso reencuentro con el Señor y todos nuestros seres queridos, la celebración de nuestra victoria sobre las fuerzas del mal. Mientras tanto, los seguidores del Anticristo sufrirán la pavorosa ira de Dios, un infierno en la Tierra, hasta que regresemos con el Señor para adueñarnos por fin del mundo en la batalla de Armagedón y establecer en la Tierra Su reino de amor, un nuevo comenzar.
¿Estarás preparado para presentarte ante Jesús cuando regrese? El camino para entrar en el Reino de los Cielos, es dejar que Jesús, el Rey del Cielo, entre en ti. Puedes tener ahora mismo a Jesús y Su amor celestial en tu corazón con sólo rezar esta sencilla oración:
Jesús, creo de corazón que eres el Hijo de Dios y que moriste por mí. Te ruego que me perdones todos mis pecados y me concedas el don de la vida eterna. Amén.
(Desde que Juan Weaver escribió este artículo para La Familia Internacional en 1985, se han distribuido en todo el mundo casi dos millones de ejemplares del mismo en formato de afiche.)
Nota: A menos que se indique otra cosa, todas las frases textuales de las Escrituras que aparecen en Conéctate provienen de la versión Reina-Valera de la Biblia, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1960.